El Perro y la Calandria: la música para planchar como algo nuestro
- Juan Bañol

- 18 sept
- 10 Min. de lectura
Un bar gay en el corazón de Chapinero se ha convertido en un refugio para quienes buscan consuelo entre versos dolidos. Esta es la historia de uno de los pocos lugares en los que que la balada romántica y la música de plancha son las protagonistas en noches de melancolía y vulnerabilidad a corazón abierto.

Llegué temprano, todavía los trabajadores del bar acomodaban sillas y limpiaban. El olor de bar recién trapeado es penetrante y fácilmente reconocible. Un aroma que entremezcla las pastillas de cloro y un limpión húmedo con una sensación helada que promete quedarse. Al acercarme a la entrada, me recibe Angélica, una mujer de chaqueta amarilla, pelo corto y una sonrisa fácil.
Con una voz enérgica y determinada me dice —aún no hay servicio—, yo le respondo que busco a la administradora del bar; así que me mira de arriba a abajo y me pregunta la razón.
Le expliqué que buscaba saber un poco más del bar, que desde hace un tiempo la “música para planchar” se me había metido en la cabeza, que creía que no le habíamos dado el valor que se merece en nuestra historia musical. A ella le pareció extraño, pero sirvió para romper el hielo. —Pues este es el lugar indicado —me respondió—; sin embargo, me dijo que aún no había llegado Jackelin, la administradora, pero mientras tanto ella me podía hablar del bar, si así lo quería.
De entrada, el lugar es llamativo, porque en medio de una zona naturalmente fiestera, rodeado de bares de reggaetón y ritmos más contemporáneos, es extraño encontrar un lugar en Bogotá donde prime la balada en español como apuesta curatorial. Y más aún, ese lugar tenía la emotividad que buscaba retratar al enterarme de que se autodenominaban como un bar gay que “colecciona recuerdos escondidos en canciones”.
El Perro y la Calandria está ubicado en la Carrera 9 con 59, en la calle menos discreta del Parque de los Hippies. Es un bar que en realidad son dos locales distintos: El Perro y La Calandria y el Perro de Javi. El noviembre pasado, el primero de ellos cumplió la mayoría de edad, completó los 18 años de funcionamiento.
A primera vista son dos locales contiguos que parecen congelados en el tiempo, no son muy distintos de otros lugares de Chapigay, pero aún así, logran destacar entre tanto comercio irregular.
Sobre sus portones corredizos de metal se ubica un letrero de neón que escribe en cursiva el nombre del bar y sirve a su vez de emparentamiento entre can y ave, entre local y local. Afuera del lugar hay un televisor empotrado en la vitrina, que le muestra al transeunte qué canción está sonando, para de esa manera, dialogar con el curioso y demostrarle que no trata con novatos.

Le pregunté a Angélica: ¿por qué eran dos bares distintos? –uno es el bar original y el otro es un homenaje a su fundador, Javier Varón– respondió –Javier, “Javi” fue un importante activista LGBTIQ+ en Bogotá, murió a causa del VIH en 2013, pero su legado continuó–.
Javier fue miembro de la Red Latinoamericana de Personas con VIH y promotor de la farmacovigilancia comunitaria, asimismo, fue uno de los mayores impulsores de la regulación de precios a medicamentos retrovirales de alto costo para pacientes VIH positivo e impulsó la “Ley Kaletra” en 2011, norma que jamás vio la luz pública, pero puso en evidencia los problemas de acceso a la salud para este tipo de pacientes.
Justo en la entrada del Perro de Javi, hay colgada una placa que dice:
“Fundado en memoria de Javier Leonardo Varón (1973-2013), dedicado a todos los que llamamos amigos, abierto para los que le meten corazón y viven con pasión, inspirado en el amor, el desamor y la buena música; bienvenidos a viajar en el tiempo”.
El bar se levanta en Chapinero, para muchos “Chapigay”, barrio que desde hace décadas ha sido refugio de la comunidad LGBTIQ+. No es casualidad que este lugar, donde la balada resuena como un placer sin culpas, florezca en un sector de la ciudad que ha luchado por el derecho a ser sin remordimientos. Desde la década de los 90, Chapinero se consolidó como un espacio de libertad y encuentro para la comunidad gay en Bogotá y ese día, el bar no era la excepción.
El Perro de Javi
El Perro de Javi es un bar de dos pisos de luces tenues, el aroma a madera envejecida y los carteles de artistas inmortales crean un ambiente de alcoba adolescente de los setenta. Gabriel es el encargado de poner la jauría a ladrar, un señor de unos treinta y tantos que hace las veces de dj, pero también de barman: armador y goleador al tiempo. Su labor consiste en distribuir las bebidas mientras entre pausas alimenta una lista en virtual dj con canciones de José José, Isabel Pantoja, Daniel Magal y Los Terrícolas, cada una más triste que la anterior.

La balada romántica surge a finales de la década de 1960 como un híbrido del bolero moderno mexicano, el rock ‘n’ roll anglosajón y las baladas pop europeas. Artistas como Armando Manzanero, La Lupe, Raphael, Leonardo Favio y Los Ángeles Negros se convirtieron en ídolos populares que cimentaron lo que sería la edad de oro de la plancha y su inmersión casi que obligatoria en la memoria colectiva de Latinoamérica.
Con su génesis en un contexto histórico cargado de violencia y represión, las diferentes formas de expresión artística estaban en el foco de las dictaduras militares de todo el continente; sin embargo, la balada se abre paso por los hogares populares al ser música que no incomodaba a los fusiles. El heroísmo del amante y la tragedia de la amada no constituían una amenaza para quienes se creían regentes del comportamiento humano.
En todo caso, desde sus inicios el género ha sido visto como un producto de consumo masivo que, más allá de sus orígenes comerciales, logró construir un imaginario sentimental poderoso. La balada modeló una sensibilidad que marcó generaciones, ofreciendo un nuevo lenguaje para expresar el amor, el deseo y la pérdida.
Una vez adentro, me senté en la barra y le pedí a Gabriel una cerveza, no sabía cómo iniciar la charla así que opté por romper el hielo pidiéndole “si las flores pudieran hablar” de Los Ángeles Negros, asintió y de inmediato la puso en la cola. Me presenté y le pregunté sobre su trabajo, me contó que llevaba cinco años en el lugar y que allí se veía de todo.

Creo que la primera sensación de muchos al escuchar el género es transportarse necesariamente a un ambiente femenino y doméstico donde la sensibilidad no era mal vista, Gabriel cuenta que aprendió de esta música gracias a su madre y a sus tías, que eran canciones que uno casi que se aprendía sin notarlo.
El asentamiento popular de la plancha en los hogares la convirtió en una "educación sentimental" que moldeó el imaginario amoroso de varias generaciones que la escucharon como paisaje sonoro de sus casas. En este contexto, la balada romántica encuentra un lugar natural, pues este género musical, a menudo asociado con la sensibilidad y la emoción desbordada, se resignifica como un símbolo de resistencia y comunidad.
Un señor que después se presentó como Mario, al escuchar nuestra conversación preguntó, “¿y tú qué estás buscando?” yo le respondí lo mismo que a Angélica, a lo cual sonrió y me dijo –acá sólo viene puro marica a buscar pollo–, yo me reí y miré a mi alrededor, vi que los asistentes eran de todo tipo, sin embargo, en su mayoría eran hombres entre los cuarenta o cincuenta años, fanáticos del recuerdo y la melancolía que cantaban entre dientes lo que Gabriel les iba sirviendo.

En ese momento Angélica me avisa que había llegado Jackelin, así que me hizo pasar a su oficina.
Me encontré con una señora de mediana edad, baja estatura, rostro sereno y una voz bajita. Oriunda de La Tebaida, Tolima, como su hermano; asumió la administración del bar tras su muerte el 6 de julio de 2013 –Uno sólo muere cuando lo olvidan y mi hermano vivirá por siempre”–dice, como si repitiera una oración aprendida por tantas canciones. En su manera de hablar se mezclan el duelo, el orgullo y una melancolía que no se desgasta. Jackelin mantiene vivo un proyecto de vida que fue el sueño de su hermano y a quien cada noche, en cada tanda de baladas, le construye un altar de sentimientos.
–Javier quería ser el primer DJ de música para planchar, pero mezclaba terrible– dice entre risas –sólo quería poner lo que a él le gustaba–.
Javier Varón fundó el bar en 2006 y quiso con él levantar un refugio para quienes buscaban consuelo entre versos dolidos. Su obsesión con la guitarra y la radio de su madre fueron los principales motivos para fundar una ventana al pasado, hacia su propia nostalgia.
Inicialmente el Perro y la Calandria funcionó como videobar, el repertorio musical era acompañado de videos cuidadosamente seleccionados y segmentados en VHS, su propietario era generoso al respecto y le gustaba en cada cumpleaños del bar, repartir cintas quemadas con sus videos favoritos.

Jackelín tuvo que llenar un saco muy grande tras la muerte de su hermano, pero lo vistió con orgullo y templanza, el bar sigue retumbando día a día en Chapinero, alcanzó fama y reconocimiento y ahora, es un homenaje vivo.
En el horóscopo chino, el perro representa la fidelidad y la comprensión, además se caracteriza por enamorarse incondicionalmente y poder dar la vida por un rufián o un desalmado; una descripción que coincide perfectamente con una de las principales las temáticas de la plancha: El amor dolido y trágico, o como canta Raul Santi en “Por qué me engañaste”:
“¿Por qué me engañaste?
¿Por qué? no lo merezco,
donde están tus sentimientos
tu franqueza, tu lealtad”
El Perro y la Calandria
Una calandria es un ave endémica de América del Sur que es ampliamente conocida por su melodioso canto; sin embargo, tiene gran capacidad para imitar el canto de otras aves; quizás el mejor nombre para un karaoke que se le hubiese podido ocurrir a alguien.
El lugar no era muy distinto a su antecesor, lo primero que uno ve al entrar es una tarima con baldosines rosados de fondo y frente a ella, un cuadro de Javier Varón que parece vigilar con detalle. Las paredes están tapizadas con carteles de películas clásicas: “Los olvidados”, “El ladrón de bicicletas” y aquellas viejas cintas mexicanas de los años sesenta que aún hablan de una época donde los melodramas eran ley, además de cuadros de los artistas más representativos de su cancionero: José José, Selena Quintanilla, Daniela Romo, Juan Gabriel, entre otros.

Cada jueves es especial. La noche de karaoke no solo es una excusa para cantar: es un rito. Estos eventos son hosteados por artistas drag que convierten cada canción en un acto performático, una celebración de la diversidad, un homenaje a la vulnerabilidad compartida.
El Perro y la Calandria es un lugar para el espectáculo y ha sido sede de importantes juntes LGBTIQ+, incluso hace su propio reinado titulado “La Calandria Dorada”. Ricardo Rojas, artista transformista también conocidx como Marianella Dussan, llegó como participante en una de las ediciones y al día de hoy lleva más de diez años presentando los karaokes, así como las celebraciones especiales. Para él, el bar no es un sitio especializado en música, sino “un lugar en donde la gente viene a recordar”.
–Javier adoraba a las transformistas, les decía sus chicas y el reinado empezó como un homenaje a ellas– dice Ricardo. –Es un evento que uno no se puede perder, las presentaciones son de alta calidad, se invitan jurados de renombre y a las participantes se les premia con dinero, peluches y electrodomésticos. Desde hace quince años el reinado se convirtió en una tradición del bar–.
A pesar de que el certamen no tiene fecha fija, ni se celebra todos los años, “La Calandria Dorada” es un evento magno para las artistas transformistas y chicas trans, incluso celebró en una de sus ediciones, al mejor estilo del Festival Vallenato, un reinado especial titulado “La Calandria de Calandrias” en donde participaron las ganadoras de los anteriores concursos.
Dentro del bar, el órgano Hammond se apodera de la atmósfera, los gritos desolados de grupos de amigos cantando “Él me mintió” de Amanda Miguel al unísono con el valiente de turno, desgarran los recuerdos de todo el auditorio y gradúan al lugar como un templo del recuerdo.
El lugar de la balada en la historia de la música popular la ha llevado a trascender barreras de género y clase social. La nostalgia también es un acto político, un espacio donde la memoria musical se convierte en alternativa contra la homogeneización cultural y el olvido impuesto por la modernidad.
Incluso en el mismo Chapinero, que, a pesar de haber sido el lugar de encuentro de la comunidad LGBTIQ+ durante los últimos cuarenta años, se lucha con un clasismo intrínseco al ser también una de las localidades más prestigiosas de la ciudad. El Perro y la Calandria es un vistazo a la memoria colectiva, una oda al sentimiento popular y la exaltación de nuestros hogares. La plancha sin duda es una manifestación de clase; fue el refugio de su sensibilidad.
Reivindicar la balada romántica es, en sí mismo, un gesto emancipatorio. El género no solo evoca pasiones, también narra nuestra historia como latinoamericanos, comparte la emoción colectiva de saberse parte de algo más grande: un linaje de sentimientos que la modernidad no ha podido borrar.
El nombre del bar no es casual, nace de los versos dolidos de China Hereje, un tango de Carlos Gardel versionado por Óscar Agudelo que suena sacramentalmente cuando el bar cierra, como un ritual de despedida. En esa letra, el perro y la calandria lloran junto a Oscar la partida de la amada, como si solo ellos pudieran entender la dimensión de la pérdida. Son símbolos de la lealtad y la tristeza, testigos silenciosos de un amor que no encontró consuelo. En el bar, cuando suenan los últimos acordes y las luces comienzan a apagarse, el eco de esa canción se convierte en un epitafio compartido.
Javier murió en medio de una trágica coincidencia, su final fue una balada viva hasta las últimas consecuencias, no lo mató un virus, lo mató un desamor. Jackelin cuenta que su pareja lo dejó y él, como tantos protagonistas de las canciones que tanto amaba, se hundió en la tristeza sin retorno. Dejó de tomar sus medicamentos, se refugió en el licor y cerró las puertas a quienes querían acompañarlo. Murió en silencio, con la cama vacía, fiel al guion trágico de la plancha que había elevado a arte y consuelo. Javier fue la radiografía de quienes aman con todo y no saben cómo dejar de hacerlo.
La balada romántica, tantas veces relegada a un producto de consumo kitsch o al dominio de lo doméstico y lo femenino, se resignifica en este espacio como un acto político: una reivindicación de la emotividad sin concesiones. En este bar, la música no es un mero entretenimiento, sino el vehículo de una narrativa que ha sido subestimada, pero que, a lo largo de las décadas, ha modelado el sentir de las clases populares y ha articulado sus deseos, sus fracasos y su inquebrantable anhelo de amor.
Desde su propia geografía, El Perro y la Calandria desafía las jerarquías que aún persisten en Chapinero, un barrio donde la inclusión convive con un clasismo soterrado. Mientras la gentrificación avanza y la oferta de ocio se diversifica para captar el capital de consumo de las élites emergentes, este bar se mantiene como un bastión de lo auténtico.
Hablar de la balada romántica en este contexto es también una forma de cuestionar las estructuras de poder que han intentado encasillar el gusto y las expresiones de las clases subalternas y las disidencias sexuales. En este bar bogotano, los recuerdos no solo se coleccionan, se reviven una y otra vez, en cada verso, en cada acorde, en cada suspiro. La balada no solo se escucha, se siente en el pecho, incluso te puede matar.
Entérate de todo lo que hacemos en Sudakas: suscríbete a nuestra comunidad. Sigue a Juan Bañol por aquí.




Comentarios